Morimos
todos solos entre la inmensidad de nuestros ilimitados pensamientos. Rodeamos a
nuestro corazón de sensaciones que no siempre son tan agradables. La melancolía
que envuelve la vida hay que dejarla postergar en el olvido, para inventarnos,
o mejor diría reinventarnos cada día, aquel entorno confortable que añoramos.
Pensamos
que los bienes nos van a traer esos momentos felices que ansiamos y así es, las
penas con dinero son menos penas, pero la soledad es cosa de todos y contra eso
no hay dinero para evitar sentir que estamos solos luchando día a día contra
esta vida que no entendemos.
No
es necesario llorar para estar triste, como tampoco es preciso ir riendo
estruendosamente perdiendo el sentido. Basta con sonreír en este camino en el
que hay que aprender a coger las rosas sin pincharse con las espinas.
De
qué personas me acuerdo para salir victoriosa en esos momentos en los que te
ves hundida por los avatares que conlleva la propia existencia, seguramente
ellas lo saben. Es perceptible por todos quienes son y es necesario saberlo, para
conocer junto a quienes luchamos. El día
que estas personas falten habrá otras que ocupen tu tiempo, pero esa melancolía
que pronuncio en párrafos anteriores, a veces, es difícil de tapar.
Recordemos
en estas fechas tan significativas de la Navidad que la vida es un juego en el
que todos ganamos. El premio somos nosotros. Eso lo descubrimos instantes antes
de morir, cuando sabemos que ha llegado la hora y que somos lo que nos queda.
Tal vez, ahí es donde emprendemos el viaje de nuestra vida, donde
incongruentemente empezamos a vivir. Donde el miedo a perder termina.