Recobras vida y te levantas sonriendo ante las
nocturnas batallas de la conciencia. Preparas tu desayuno al mismo tiempo que a
ti mismo, para despedirte de tu hogar durante unas horas mientras trabajas. En
el camino te proyectas en la ya finalizada mañana y vences la jornada
satisfecha por los cordiales momentos, casi entrañables, pero poco, que viviste
con tus compañeros. En el trabajo se hacen amigos, pero los verdaderos amigos
son los que ves fuera de esas jornadas en las que buscas hueco para reír y
escuchar, para compartir lo importante que es tu sentir. Almuerzas y te olvidas
por unos instantes del repetido calendario. Olvidas qué sentiste cuando el
despertador hizo su función de devolverte a la vida.
En las tardes de invierno te demuestras que los
momentos más activos son aquellos que llenas con compras, cafés y horas de
biblioteca. Al cobijarte ya de nuevo en el cortijo piensas en todo lo que has
escuchado y recapacitas en los aciertos y errores que has cometido. Y por la
noche lloras si es preciso. Aquellos fantasmas que durante el día no aparecen
se presentan en tu cama para que no olvides que el peor amigo puedes ser tú
mismo.
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