Había una persona en mi vida a la que quería, pero
al alejarme de ella he perdido parte de ese sentimiento. Quiero conservarla entre
mis recuerdos. Intentó instruirme para ser paciente. No lo logró. Aprendí de
ella a escuchar al darme cuenta de su necesidad de compartir conmigo una parte
de sus preocupaciones, y también me enseñó que llorar es necesario cuando
estamos solos en las noches sin luna que alimentan las almas enfermas. Ella
absorbía mi calor humano y permanecí a su lado durante el tiempo que también
recibí el suyo. Sus miedos redundaban en la ceguera que se acercaba. Y es que estos
ojos que nos da Dios, a veces nos los quita dejándonos con pena. No existe
túnica que tape las heridas, y las miradas hermosas pierden con la ceguera su
sintonía.
Tomé distancia porque la humildad que veía en sus
ojos perdió fuerza con la pérdida de vista. Sus ojos no distinguían ya el
cariño que por ella sentía y decidí tomar otro camino donde hallar personas que
a los ojos con claridad me miraran.
Dudaba si la armonía que habíamos compartido fuera
sincera. Me dolió tanto cuando noté que al mirarme no me veía, que para
continuar viviendo y limpiar mi magullado corazón, me despedí de aquella
relación pareciendo impulsiva.
Emprendí con fuerza mi nuevo camino dejando reposar
en el olvido lo invisible que era para ella mi presencia. Aprendí con el tiempo
que el olvido es provocado por un rencor dormido. Hoy he crecido y quiero
recordarla siempre como parte de mi pasado. Creo que sus ojos se han limpiado,
quizá si ahora la viera apreciaría en su mirada lo que no deseo borrar de mis
recuerdos. Me perdoné el convencerme de que en una mirada se concentra el
cariño que busco y descubrí que este perdura en el tiempo si fue sincero.
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