Y
el Sol conquistó a la Luna cuando esta se encontraba perdida en la oscuridad de
la noche. Aquel disuadió su hastío y la recondujo por el sendero de la luz que
ella misma portaba. Le dijo con voz dulce y firme: “Tu formas parte de mí. Tu
haces que me distinga marcando la diferencia de lo que es noche. Gracias por
hacerme especial. Gracias por no dejarme confundir por tus sombras. Tu también
eres luz pero no te acompañan mis rayos, que son mas fuertes, aun así se te ve
iluminada a lo lejos en el cielo en las horas oscuras. Tu lucha por mantener
esa luz, hace que yo no pierda la ilusión de seguir brillando. Gracias Luna,
porque tu luz, aun insignificante, me demuestra que el frío contra el que
combato y a temporadas no venzo, no es motivo para dejar de conquistar la
tierra.”
La
Luna al escuchar estas palabras del Sol empezó a valorarse. Había estado
apareciendo noche tras noche, unas veces menguándose, otras creciendo y alguna
vez se mostraba como Luna llena. Se dio cuenta que su luz a pesar de no ser
deslumbrante había sido agradable y captado la atención de la Estrella Mayor.
La Luna entonces preguntó al Sol: “Si tanto tienes que agradecerme, ¿por qué no
compartes la mitad de tu luz conmigo y brillamos juntos?” Entonces se sumergió
la humildad y contestó: “No. El Sol soy yo”.
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