En todos nosotros
habita ese pequeño planeta del principito, con sus malas hierbas que nos
destruyen y las buenas que se tornan rosas. Estas debemos regarlas, aquellas
arrancarlas llevándote con ellas aquellos comportamientos que empiezan siendo minúsculos
pero terminan con la dulce ternura innata del cariño humano.
El principito sabía
perfectamente como quería aquel cordero que le mandó pintar al piloto que se
encontró en el desierto. Sí, elegimos a nuestros amigos. Escogemos, si la
vida nos ofrenda con esa suerte, de
forma admirable a aquellos a los que confesamos nuestros pesares, pensamientos
y alegrías. Nos dejamos acariciar por sus halagos y abrazarnos por su simpatía
al transmitir que nos quieren. Somos capaces de mentir por ellos y juntos rodeamos
el mutuo afecto por aquello que otros estiman extravagante.
Aquellos que no tienen
amigos, ya sea por carecer estos de la facultad de compartir sus intimidades o
por esconder sus sentimientos humeantes que el ambiente les fecunda, jamás
experimentarán lo que es pertenecer a algo importante. Y es que no se puede
vivir sin amigos. O quizá sí. Lo dudo… prefiero no comprobarlo.
Brindo hoy por mí de
nuevo, como todos los días, por encontrar el camino a saciar la sed del cariño
y por no sentirme descolocada ante tantas bengalas sorpresas. Doy gracias a los
dioses por actuar, a veces, sin mi permiso a arrancar una mala hierba que se
oculta entre las buenas. Ellos, los dioses, iluminan de alguna manera
eficazmente el destino que mañana me está esperando.
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